viernes, 16 de octubre de 2009

Cuento: "Frío" (Juanlo Pérez)

1

Cierro las manos para calentarlas, y al hacerlo, las uñas demasiado largas se me clavan en la piel de la palma de las manos; el aire helado me corta la cara.

El parque está desierto. A pesar de la temprana hora, el frío y la poca luz del invierno encierran a niños, a padres, abuelos y corredores de fondo. Mi propio vaho enturbia mi camino. Levanto la cabeza, y con los ojos atormentados oriento mi camino. En realidad sólo intento no trastabillar con ningún obstáculo. No sé dónde voy. Me pierdo en el laberinto de veredas que se entrelazan unas con otras, las sombras de los árboles las oscurecen. Son las mismas sombras que tanto busco en verano para guarecerme del sol, pero que ahora lo esconden todo, me quitan la poca luz y me entorpecen con sus ramas demasiado bajas y frondosas. No veo los bancos, pero están, no veo los pájaros que al moverse dan vida a cada uno de los árboles en lo que se guarecen del frío, al hacerlo parece que me señalen como culpable de todos los errores, de todas mis miserias. Me ahogan y no me quieren en su pequeño y pacífico mundo.

Intento encontrar el momento en que la perdí. Pero una pregunta tras otra se amontonan en mi cabeza. Ordeno la primera, pero no hay respuestas. Coloco la segunda, pero sigue sin respuesta.

Agacho la cabeza y levantando la solapa de mi abrigo me escondo, como un caracol atemorizado. Absorto en el interior del abrigo intento centrarme en el inicio de nuestra relación.

Los recuerdos del inicio de nuestro amor se me hacen claros. Nuestra primera cita… imágenes que se pasean por mi mente.

2

Yo, que siempre me había considerado un hombre áspero y poco dado a las emociones, que con el transcurrir de los años supe que no había mujer para mí, que no compartiría el espacio y la vida con mujer alguna, quizá porque mi oficio áspero y claustrofóbico hacía de mí una persona huraña y poco dada al contacto humano.

Sin embargo, en aquella fiesta, en una de esas que hay una ceremonia y uno al otro se juran y perjuran amarse hasta hartarse, la vi. Estábamos cada uno en una mesa y con bastante distancia. Era uno de esos salones inmensos y fríos, calcados unos de otros, sin personalidad, sin calor, blancas las cortinas, blancos los manteles y perfectamente colocados los cubiertos.

Rompiendo la monotonía de aquel comedor enorme, se me acercó y mientras yo temblaba al notar su proximidad, y con esa naturalidad que luego me ha deslumbrado me habló mirándome a los ojos, hasta que dijo lo que más quería oír aquella tarde.

- ¿Quieres venir conmigo a cenar algún día? -me soltó, con descaro y más miel de la que podía engullir.

Acepté. Creo que más veces de las que ella necesitaba oír.

Casi no habíamos cruzado cuatro palabras durante toda la ceremonia. Ella era amiga de la novia, yo un primo del novio. Durante el baile, la silla de mi derecha estaba vacía, así que se sentó. En algún momento de aquellas palabras y con una familiaridad que no teníamos, nuestras manos se acariciaron o rozaron, en ese instante la noté mía.

Varios días después me llamó, con la música dulce de su voz me invitó, no a comer, pero si a compartir la merienda. Yo no quería, pero lo hizo, quería ser yo el hombre desde el primer momento, tener la iniciativa.

No me dejó.

3

Yo elegí cuidadosamente cada prenda que me coloqué. Me aseé, creo que como pocas veces, quizá como nunca. Afeitado en exceso, hasta que mi piel más que endurecida se tornó rosada y llameante, impregnada de una colonia exagerada y cara, aunque la vendedora aseguró que idónea.

La esperé con un pequeño detalle. En una de esas plazas que hay en todas las ciudades, donde las palomas campan a sus anchas, los niños corren detrás de una pelota de goma, mientras madres y algún padre vigilan o fuman o ninguna de las dos cosas.

La observaba mientras se acercaba. No apartaba los ojos de su vestido, de un color irrespetuoso, pero agradable. El tejido quizá era seda, puede que otro, vaporoso. Al ver cómo se aproximaba y durante un instante, me faltó el aire. Como pez fuera del agua, se me escapaba el aliento. Sus carnes prietas ondulaban haciendo palpitar la tela. La falda por debajo de la rodilla sólo permitía adivinar sus curvas. Piernas delicadas, morenas, brillantes y aparentemente suaves que terminaban en unos zapatos de tacón amplio. Puede que no fuesen los más adecuados para aquel vestido, pero ella hacía que fuesen únicos.

El taconeo de sus pasos, cada vez más cercano, hizo que mis rodillas temblasen notando su proximidad. No podía apartar los ojos de su cuerpo.

Ella buscaba mi mirada que andaba perdida en los pliegues de su ropa. Ya se agotaba el último instante, un poco avergonzado y aturdido levanté la vista. Sonreía aún más, segura y sabedora de que mi mirada abrazaba su cuerpo. Se acercó y con un:

-¡Hola, qué guapo estás¡ -me besó y avergonzó en ambas mejillas.

Torpe, acerté a balbucear algo, y le entregué mi pequeño regalo. Le había comprado un bolígrafo de líneas cuadradas y escritura compacta. Supongo que la tinta no sólo era mi trabajo, sino también un hábito.

Se rió con la ocurrencia. Yo no entendí la gracia, pero estaba tan hermosa, que perdoné su torpeza.

La tarde fue la que cualquier futuro amante desea.

Paseamos y reímos. Puede que en algún momento nos cogiésemos de la mano, ambas temblorosas, dubitativas, aunque deseosas de entrelazarse. No hubo cine. Ni momentos de silencio. No hubo alcohol, ni miradas lascivas. Sólo sus dientes relucientes que me mostraban su sonrisa y en la que se veía reflejado el hombre más dichoso de la tierra.

Y se acabó la tarde. Las horas habían desaparecido, cada segundo se perdió escondido en sus palabras y las mías.

Seguimos el camino hasta la puerta de su casa. Se detuvo a escasos metros de la entrada. No podía apartar mi mirada de la suya, atractiva e inocente.

Mi cabeza estaba acelerada, deseaba amarla, poseerla y hacerla mía, pero sólo le sonreía. Me rodeó con ambos brazos y enlazándose a mi cuello me atrajo con fuerza. Entornó los ojos castaños y comunes, y me besó. Sus labios apretados e inmaculados me rozaron un segundo, luego se separó de mí y girando sobre sí misma desapareció en el vestíbulo. Cerré los ojos con fuerza e impotencia. ¡ Que pensaba! Que me acostaría con ella la primera noche…. Puede que otros hubiesen respirado sobre su piel, pero ella me esperaba a mí.

No sé cuánto tiempo permanecí en la misma posición, relamiendo su beso, inspirando su aire, masticando su aroma. Empecé a andar. Pero ella se me quedó instalada, y antes de darme cuenta llegué a casa. Y esa noche no dormí, ni descansé. Se acercaba y me besaba una y otra vez. Y se despedía y sonreía otra vez.

Me había envenenado, envenenado.

4

Al día siguiente no comimos juntos, pero tomamos café. Quiso llevarme a la cafetería que frecuentaba en horas de trabajo. Abarrotada de gente y de humo, nos sentamos en el centro de la misma, donde me sentía observado y fuera de lugar. Las sillas eran incomodas, diseños que pretenden ser elegantes, pero no lo son. Ella se acomodó en la que se situaba en frente mío y con un gesto que delataba familiaridad, hizo que nos trajesen dos cafés.

Hablaba y hablaba, sobre todo de su trabajo, algo relacionado con la publicidad. Un trabajo que nunca llegué a entender, quién compra espacios para la publicidad, quién compra espacio en una revista. Un trabajo de responsabilidad, que la hacía relacionarse con gente, con hombres. Sonreía sin parar. Explicando anécdotas de este y del otro. Me carcomía cada nombre masculino que sus labios acariciaban, pero ella no notaba mi rostro cada vez más frío.

El café se acabó, y casi no me había dejado articular palabra, no le importaba mi vida, no quería escuchar mi rutina, aburrida y manchada de tinta.

Me besó, otra vez en la mejilla, mientras notaba la mirada de sus compañeros de trabajo que me escudriñaban de arriba abajo. Pensarían que era uno más, que sería uno de tantos. No me conocían, yo no la dejaría escapar, ella ya me pertenecía. Pero me miraban y dejaban escapar la burla por las comisuras de los labios.

¿Por qué me besaba en la mejilla? Anoche lo hizo en los labios. ¿No quería demostrarles que me amaba? Yo era poco, sin corbata, para ella y el resto de aquel bar, apreté las mandíbulas en los segundos en que se levantaba, se puso su abrigo y despareció entre las burlas de aquellos hombres bien afeitados y con manos limpias, que no mostraban trabajo ni oficio.

Los cafés en otros bares se sucedieron, las comidas y también algunas cenas. Fui conociendo su vida regalada, y ella algunos sorbos de la mía, endurecida como mis manos que la apretaban cuando ella me prestaba las suyas.

Ella hablaba y yo escuchaba; sus amigos, algunos viajes, no había muros ni cotos en su vida, bebía la vida a sorbetones. Yo quería beberla con ella o mirarla mientras lo hacía. Me dejó compartir su comida y su sonrisa otros días y otras noches.

También nos amamos. Siempre de diferente manera, la última siempre parecía la primera. La primera fue como si nuestros cuerpos fuesen amigos, de esos amigos que no se ven en 15 años, pero saben que eso no importa, como si se conociesen de siempre y sólo hubiese sido un largo paréntesis.

Llegó el día en que me invitó a su casa. Una cena con amigos. Yo sabía de estos eventos porque mis compañeros de trabajo hablaban de ellas, pero nunca había asistido a ninguna. Todos sus amigos me miraban de arriba-abajo, seguro que no era por mis zapatos. Con sus trabajos de manos limpias y manicura, se manchaban al entrelazarlas con las mías, impregnadas de tinta azul o negra. A veces quería esconderme, pero ella no soltaba mi brazo y me presentaba, mostraba, exhibía hasta que mi cabeza explotaba de tanta palabrería. No podía soportar que con cada encuentro alguno la besase, incluso la agarraban de la cintura o le pasaban suavemente la mano entre su cuello y el lóbulo de su oreja. Mientras la lascivia se desparramaba por las comisuras de los labios. Puercos.

En una de tantas descubrió mi rostro encabritado, desencajado y reflejado en sus ojos vi que no comprendía mi rabia, mi manera de amarla. Noté que mi reacción la impregnaba, pero no dijo nada. Ni en ese momento ni después. Yo no podía soportarlo, así que me encerré en un rincón. Haciendo que aquella gente desapareciese de mi mente, mientras esperaba que despareciesen de mi vista. Cuando todos se hubieron marchado, respiré hondo. Intenté relajarme, pero no quería. Tampoco quería mostrar mi ansia, así que manteniéndome serio y digno, la besé en una mejilla y me marché.

5

En una de aquellas tardes ya del verano siguiente le expliqué que había tenido un sueño. Y su rostro se tornó atento, sosegado y preparado, como si algo diferente fuese a sucederle.

Y le conté: “Anoche soñé que soñaba, acostado de lado, mi brazo derecho abrazaba la almohada, y soñé que soñaba”.

Jamás la había visto prestarme tanta atención, me hizo sentir importante.

“Anoche soñé que soñaba, escuchaba el ritmo de mi respiración, sólo, en mi cama, noté como un dedo surcaba mi espalda y recorría mi espina de arriba abajo. Soñando, giré mi cuerpo para ver quién me tocaba y al entreabrir los ojos vi tu sonrisa y esa mirada que sólo significa ven. Y tu mano se apretaba fuerte contra mi nariz, y mis labios querían pronunciar palabras pero tú no me dejabas, oprimías mi boca y seguías bajando hacía mi barbilla y dibujaste mis hombros, y marcando círculos encontraste mi vientre.

Alargué mi brazo para acariciarte, pero no estabas a mi alcance, te alejabas de mis dedos, mientras los tuyos me recorrían y se enredaban en el vello de mi pecho”.

Mientras le explicaba, mientras contaba, su cara fue mostrando partes que no conocía y que me animaban a seguir mientras la conquistaba. Ya nunca me abandonaría.

“Y anoche soñé que soñaba, intentaba alcanzarte otra vez, pero mis manos no te tocaban, así que se volvieron contra mí. Buscaban aferrarse a las tuyas, la única parte de tu cuerpo a mi alcance, flotando tu rostro se unió al mío y noté tus labios húmedos y cálidos. No podía moverme, no querías, no me dejabas. Me mordías en la cara y en los ojos y yo no podía moverme.

Tus manos, más grandes que nunca se restregaban en mi pecho, y se me erizaba el vello mientras tu lengua se enroscaba en mis pez….”

Me interrumpió, y en ese momento sus manos me recogieron la cara entera y mientras su mirada se hacía trasparente me besó otra vez. Luego dijo:

-Deja tu casa, ven a la nuestra.

Y dejé de soñar.

6

Frugal en todo, en mi casa habían más recuerdos de los que yo habría querido guardar.

Recogí lo justo, ni llené la maleta, y como un niño al que acaban de regalar la bolsa de caramelos más dulce. Me dirigí a su casa, ni siquiera fui en coche, quería recordar cada paso de aquella tarde, revolcarme en mi dicha y llegar exhausto sabiendo que mi mujer me esperaba en casa.

Al llegar no hizo falta tocar el timbre, mis pasos, mas fuertes debido al peso de la maleta hicieron que notase mi presencia. Abrió la puerta me dio la bienvenida con una sonrisa y me ayudó a colocar la ropa. Deshicimos la cama, para no volverla a hacer aquella noche. Y cenamos en silencio, tan solo con la compañía de nuestra mirada, me besó deseándome buenas noches.

7

Los días nos hicieron entrar en la rutina de compartir el espacio y el baño. Eso me gustaba; no tanto que saliese a la calle siempre tan guapa. Pero lo era, guapa hasta desesperarme.

Y los días en mi trabajo se hacían eternos, sólo quería saber qué estaría haciendo, con quién estaría, con quién comería. Por qué ya no íbamos a tomar café. Estaba siempre tan ocupada…

Hasta que el último día del tercer mes la seguí. Quería saber. Yo sólo quería saber. Nunca lo había hecho, pero falté por primera vez a mi jornada laboral. Y sin excusa, sin motivo, tan sólo no fui…

Anduve tras sus pasos. Ya antes de trabajar entró en un bar con otro hombre. En la puerta le besó, claro,.. en las mejillas. Aunque noté que le sonreía en exceso. Entraron los dos juntos y compartieron el café. Yo jamás tomaba café con ninguna mujer antes de entrar a trabajar, ni siquiera con mis compañeros, tiños de envidia, decían que yo era raro.

Miraba desde fuera, a distancia, mientras ella le quitaba un hilo del traje de corte perfecto a aquel desconocido. Mientras él la penetraba con la mirada una y otra vez. Y yo me comía las uñas y los puños, hasta descoserme los padrastros que durante tantos años había cultivado. Quería marcharme, pero no podía. Seguía con los ojos anclados en cada gesto. Al cabo de una eternidad cogieron los abrigos y apresuradamente, como si tuviesen prisa después del café más largo de su vida, salieron del bar. Incrédulo vi que no trabajaban juntos, que no iban en la misma dirección. Se besaron y abrazaron, por qué siempre era tan cariñosa con otros hombres. La sangre me golpeaba en la sien a ritmo de tambor, el dolor se me esparcía por todos sitios. Pensé en abordarla, en pedir explicaciones, en avergonzarla delante de todo el mundo, en …. en…. Pero esperé a llegar a casa.

La esperé en la cocina. De pié con una taza de té en una mano y un cigarrillo en la otra. Hacía 4 años y cinco meses que no fumaba. Entró sonriente como siempre. Mi mirada la atravesó, y dejó de sonreír. Veía temor en sus ojos, aún así me preguntó:

-¿Qué te pasa?

-¿Quién era ese con quien has tomado café? Le contesté, escupiendo minúsculas gotas de té.

-Un antiguo compañero de trabajo. ¿Me has estado siguiendo? -dijo, aumentando el tono de su voz con cada palabra.

Mis labios no contestaron, mi mirada la llamaba mentirosa. Solté la taza en el fregadero y salí de la cocina empujándola para que se golpease contra la nevera.

Aquella noche no me esperó despierta, no me pidió explicaciones. A la vuelta me quedé mirándola mientras dormía, a oscuras buscaba marcas en su cuerpo. Las aletas de mi nariz se hinchaban escudriñando el olor a otro, pero no lo encontraron.

No volví a seguirla aquella semana.

8

La tarde del jueves era nuestra, sólo nuestra, pero siempre sonaba el teléfono, y siempre se trataba de un hombre, ¿sería siempre por trabajo? Aquello hacía que mi cabeza y mis ojos y mis manos se calentasen, que me hirviese el pecho, sudando hasta que mi propio hedor me era insoportable.

-No entiendo que cuando se acaba el trabajo, sigas teniendo que hablar con todo el mundo- le dije, dejando escapar sin querer un salivazo pequeño pero lleno de ansia y rabia.

-Mi trabajo a veces no me permite desconectar. Además no siempre es trabajo. Mis amigas me llaman para saber si ya te he dejado y andar ellas detrás tuyo -me contestó medio susurrándome en la oreja.

Notaba su sonrisa enganchada a mi rostro, pero ella era incapaz de mirarme a la cara mientras me decía estas tonterías. Yo la amaba y ella se reía de mí. Quizá también se reiría con esas amigas suyas. Seguía acariciando mi oído con mil palabras vacías. ¿Por qué no me entendía? Yo quería la mujer dulce y amable de mis sueños, la que me esperaba. No al revés. La cabeza me dolía más y más, mientras ella me besaba el cuello. El contacto de su piel empezó a irritarme. Ya no pude más y gritándole:

- ¡DÉJAME¡ -la aparté.

Su rostro imitó la perplejidad a la perfección. Se quedó quieta. Ya no podía soportar más sus mentiras y engaños, sus risas.

Levanté la mano y la golpeé con la palma, haciendo que su rostro girase al tiempo que escupía sangre, con el mismo impulso volvía a cruzarle la cara con el revés de mi mano. Me arrepentí antes de golpearla, también después, pero es que ella no me entendía, no comprendía mi amor, mi manera de amarla.

9

Ya se lo había dicho.

Y creo que en más de 6 meses de convivencia, lo podía haber entendido.

Ya se lo había dicho, y o no lo quería entender, o yo no me explicaba con suficiente claridad.

Ya se lo había dicho, “no quiero que lleves el vestido con el que te conocí a la oficina”.

Tampoco quería que enseñase las rodillas, y también me molestaba cuando desparramaba su felicidad con otros.

Entró por la puerta, con la misma sonrisa con la que cada mañana se marchaba y me miró. Con su vestido cosido con miradas de otros hombres, con la lascivia enganchada en las costuras.

Yo estaba de pie con una taza de té y un cigarrillo. Mis dientes encrucijados rechinaron el odio a borbotones. Mis labios debían estar torcidos, y mi gesto más negro que nunca. Y mi mirada fría, helada. Y mi mente decía golpéala, y mis dedos anclados contra la palma de mi mano decían golpéala.

Su sonrisa se marchó y apareció el miedo, el miedo a mi ira, a lo que ella denominaba “poca comprensión” a otra escena de gritos y maldiciones.

-¿Por qué me tienes miedo, puta? No puta no, las putas cobran y tú sólo eres la zorra de otro, que se ríe de mi mientras te revuelcas con él.

Y lágrimas de hielo y sangre me resbalaron por ambas mejillas.

No recuerdo mucho más.Notaba los labios y el cuerpo tenso hasta el dolor.

Estaba a horcajadas sobre su vientre, y sus manos apretaban mis muñecas con una fuerza que no había conocido antes.

No le hablaba, ya no me quedaban palabras, y mis dedos atenazaban su cuello, mientras su mirada incrédula se apagaba.

Todos mis huesos crujían al mismo tiempo que los suyos y mientras, me quedaba con su última sonrisa, ya sólo será mía, con la última luz de su mirada, ya sólo me alumbrará a mí. Le quitaba el aire y me lo quedaba, todo lo suyo era mío y ella no supo entenderlo. Ya se lo había dicho.

Troncé su alma mientras apretaba, sus manos dejaron de apretar mis muñecas. Se acercaron a mi cara y con los dedos separados las colocó en mis mejillas, buscaba el amor que siempre había tenido. Lo buscaba en mis pupilas ensangrentadas de rabia, en aquellos ojos que la habían enamorado. En aquel momento entendió mis palabras, te amaré hasta el final. Siempre serás mía, sólo mía.

Y me quedé quieto sobre ella, ya sin apretarla, mientras se enfriaba por momentos.

Como el frío del parque en el que me encontraba. El frío que me atenazaba la cabeza y no me dejaba encontrar las respuestas a ninguna de las preguntas, sólo notaba el frío en mi cara y en mis manos azuladas.

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