jueves, 15 de octubre de 2009

Cuento: "Deshojar la margarita" (Montse Rodríguez)

Son las seis de la mañana. Rosa se levanta aliviada porque lleva un rato en la cama despierta, temerosa de dormirse al haber adelantado la hora de levantarse. Lo ha hecho para no coincidir con su hijo en el baño. Desde que va a la universidad él madruga como ella y se ha vuelto más presumido. Metrosexual como se dice ahora. El caso es que su hijo ocupa el baño un tiempo increíble tratándose de un chico y ella no puede esperarlo.

Se ducha deprisa y no se maquilla. Hace tiempo que ha suprimido ese ritual. Ya no tiene ganas de parecer más guapa o menos vieja. Está cansada de la lucha titánica y perdida de antemano que se tiene con el cuerpo y ha optado por convencerse que la naturalidad no está reñida con la dignidad. Así lo descubrió el primer día que llegó, como quién dice, con la cara lavada y recién peinada a la oficina. Un compañero de trabajo, un señor a punto de jubilarse, le dijo que parecía más joven. Desde entonces tiene la excusa que necesita para dejar el rimero de botes aparcado.

Cuando sale del baño, que como de costumbre ha dejado impecable, se encuentra a su hijo que quiere entrar. Lo saluda con un amor intenso latiéndole en la voz, muy baja, para no despertar a los abuelos. Él le responde con uno de sus gruñidos, pero ella los sabe interpretar muy bien y éste significa: “hola mama, yo también te quiero, ¿ya has terminado en el baño?, prepárame el café, por fa”.

En la cocina ve las muestras de amor que, a su vez, tiene su madre por ella. Antes de irse a dormir anoche le dejó la cafetera llena, lista para poner en el fuego; las tazas a punto y los dos bocatas preparados: el de ella integral con pavo y lechuga, el de Quico muy grande y rebosante de chorizo, envueltos y en bolsas en las que además ha puesto dos mandarinas, agua en la de ella y un zumo de piña en la de él. Al ver todo eso e imaginarse a su madre preparándolo, la ha invadido una emoción muy intentsa. ¡Cómo quiere a su madre! Ningún reproche oyó de sus labios cuando les anunció, a ella y al padre, que se separaba de su segunda pareja y que, si les parecía bien, iría a vivir con ellos. Para siempre, además. Lo tenía claro. No podía pasar otra vez por lo mismo, el vacío, el drama de la separación, el drama del reparto, el drama de no saber adónde ir. No podía más, así que decidió quedarse en casa de sus padres y ser la que los cuidase en la parte más dura de la vejez. Ese sería el precio por estar tranquila.

En el lote iba también su hijo, un adolescente callado, alto como no lo era nadie de la familia materna y delgadísimo, que se ocultaba temporalmente del mundo detrás de un flequillo casi tan largo como él y detrás de su parca conversación. Sorprendentemente, aceptó la decisión de la madre con complacencia y con el tiempo, quizá por vivir en el calor familiar que impregnaba la casa de los abuelos, mudó su carácter hacia una sonrisa exterior e interior más evidente para el resto de los mortales y substituyó su eterno flequillo por un corte de pelo con mechones desordenados apuntando al cielo, que descubrieron unos ojos y una cara bastante atractiva. También engordó ligeramente y lo más curioso de todo el proceso es que entabló una cordialísima relación con el abuelo, Alfonso, -un señor de setenta y seis años, bastante taciturno, que se pasaba media vida sentado en un sillón delante de la ventana del patio leyendo libros sobre la Guerra Civil- basada en monosílabos, frases inconexas y gruñidos más o menos inteligibles.

Con el abuelo y el nieto juntos es como si se hubiese cerrado un círculo porque la energía entre ellos fluía con naturalidad y equilibraba las relaciones del resto de la familia. Ellos generaban un ambiente positivo, cálido, que envolvió a los cuatro en un capullo de seda donde el otro polo lo ocupaban las mujeres. A la abuela la sosegó la presencia de su hija por lo que significaba de seguridad y fuerza a su inminente deterioro, no sólo físico, sinó mental y sobre todo anímico. Pronto no podría llevar el ritmo de antes, no podría cuidar al abuelo como siempre, se le enredarían en la cabeza los pagos, los papeles y las cuentas de la casa, así que la tranquilizaba saber que no estaría sola cuando llegase ese momento. También se sentía un poco abandonada. Su Alfonso del alma había sustituído los paseos con ella de cada noche antes de ir a dormir, las conversaciones interminables sobre nada en concreto con los vecinos en la puerta, las consultas continuas a la mujer “María, ¿dónde está esto?, ¿dónde está lo otro?” por un lánguido vegetar en el sillón de la ventana, con sus libros, esperando a que las cosas le llegaran en lugar de salir a buscarlas. Estaba empezando a desesperarla esa situación cuando la hija pequeña y el nieto cayeron del cielo. Al principio le dio un miedo intenso que sintió como un nudo en el estómago y que no la dejó respirar bien durante dos semanas. Miedo a no saber si quería tener más gente en casa, miedo al trabajo extra, miedo a los problemas nuevos, a los posibles conflictos con el nieto, a no saber organizarse. Pero ¿cómo se le niega algo a un hijo?. Ella no lo sabía y su Alfonso tampoco. Se instalaron en casa, por supuesto, y cada día daba gracias al cielo por ese regalo. Cuando el nudo se le deshizo pudo ver que su hija era una inestimable compañía que la mantenía rejuvenecida con la necesidad de adaptarse a sus cosas, a sus conversaciones, de entender lo que le explicaba del mundo exterior o de su trabajo. Igual que el nieto, que se había aliado con el abuelo y era un gozo ver al viejo reír de nuevo y volverse tolerante ¡quien lo hubiera dicho! cuando el muchacho traía a sus amigos y llenaban la casa de ruido y misterios encerrados tras la puerta de la última habitación del pasillo. O cuando los amigos eran amigas, con a, y esos ruidos y misterios eran escuchados por el hombre con las orejas tiesas y la columna estirada pero sin rechistar. Sí, la abuela había revivido como las flores en primavera. Y se lo agradecía a la hija y al nieto con pequeños detalles, como dejarles a punto el desayuno del día siguiente, antes de irse a dormir.

Rosa intuye que esos motivos son los que mueven a su madre a facilitarle la vida con las pequeñas cosas y no puede menos que sonreír y dejar ir un gracias velado. Se toma un café despacito, intentando dejar la mente en blanco. Ha leído que el secreto de la felicidad está en la meditación, en conseguir parar el incesante parloteo de la mente y en centrarse en el momento. Quizá sea así, pero la cosa no es tan sencilla como parece y no es capaz de mantener ese vacío mental más de dos segundos. Esta vez, la vívida imagen de un cigarrillo la ha conectado de nuevo con su diálogo interior. Desea fumar pero se lo reprocha inmediatamente. No ha sido capaz de dejar el vicio totalmente ninguna de las veces que lo ha intentado y cuando lo recuerda siente una punzada de frustración. Decide dejarlo estar. Se acaba el café, da una vuelta para poner las cosas en su sitio y sale de la cocina con los paquetes de bocadillos.

Su hijo aún sigue en el baño y por lo menos le quedan quince minutos de aliño para darse por satisfecho, así que le deja el bocata en la mochila y decide irse. Hace un cálculo rápido: si se apresura le da tiempo de coger el autobús de las siete y cinco. Llegará muy pronto a su oficina pero ya no le queda nada que hacer en casa y casi le apetece llegar la primera y observar su puesto de trabajo cuando todavía no hay nadie. Le dice adiós a Quico abriendo la puerta del baño, respira una vaharada de vapor aromatizado de Hugo Boss y él le lanza un nuevo gruñido desde la niebla. Por fin sale de casa, rezándole no sabe a quién para que su hijo tenga el detalle de dejar el lavabo en condiciones.

Le sorprende darse cuenta de que aún es de noche peroa no le importa. Considera el verano una molesta e inevitable transición entre un invierno y otro, que es la estación que de verdad le gusta. No sabe porqué. Sólo sabe que se siente más cómoda en la oscuridad, que le encanta arroparse bajo montones de mantas y guarecerse con jerséis gruesos, de cuello alto. Ahora lleva uno de color crudo, que le sobresale del abrigo. Su compañera Celia se burla a menudo de ella diciéndole que a ver cuando se quita el collarín. Bueno, ya no la afectan los comentarios. Hubo una época, muy dura, en que sí. Los pantalones, casi siempre oscuros, hoy son de color granate y se cubre con una parka larga, de un tejido sintético tornasolado, que a veces parece gris y a veces color vino. La única concesión al colorido es el bolso, naranja y negro, que también ha merecido innumerables comentarios de Celia, todos jocosos. En las sombras cambiantes de la madrugada sólo se le destacan las manchas claras del bolso y el excesivo cuello del jersei, que ha subido para protegerse la cara y la nuca. Se cortó el pelo en verano, harta de la melena larga y ahora luce un estilo que recuerda al de de su hijo: pelo lacio, no muy abundante, castaño oscuro, con tímido flequillo ahuecado y despeinado sobre la frente. Rosa no ha sido capaz de darse cuenta de cómo le ha favorecido el corte, parece más joven y le da un punto de niña que le sienta muy bien.

Ve venir el autobús a los lejos y corre un poco para no perderlo. Sube y saluda al conductor con la familiaridad de los que se ven cada día. Él le pregunta que adónde va tan pronto y ella le responde que le han cambiado el horario de trabajo. Durante el trayecto se pregunta por qué habrá mentido al pobre conductor, no le han cambiado el horario, así que no se explica por qué no le ha dicho simplemente que ha decidido madrugar más para ducharse más tranquila. Más cuestiones sin respuesta.

El vaivén del autobús y la magia de la luz del día derramándose lentamente por la ciudad la hacen estremecerse de placer, qué hermoso espectáculo es la salida del sol incluso a través de los edificios y del cemento. Cuando giran a la izquierda desde la calle Salmerón y salen a Jacquard, la sobrecoge aún más la belleza de las nubes teñidas de rojo intenso, encendidas por el sol, que coronan la Escuela Industrial. Nunca ha apreciado demasiado su ciudad pero hoy no sabe qué le pasa. Desde que se ha levantado, no hace más que sentir punzadas de emoción que la derriten por dentro: el amor que siente por su hijo, el amor por su madre y ahora ¡amor por su ciudad!. Algo le está pasando, sin duda, pero ahuyenta los pensamiento. No quiere analizarse.

Cuando llegan a Colón, el conductor anuncia que harán una parada de regulación porque van con adelanto. Ella mira distraída por la ventana y reconoce al otro lado de la calle la nave industrial que acoge a la empresa Autocares Miramar. La conoce bien porque estuvo entrando por sus puertas durante seis años. Siente el impulso de bajar y lo sigue. Se despide apresuradamente del atónito conductor y le dice que cogerá el próximo autobús. Baja de un salto los escalones y cruza acelerada. Ha visto en la puerta a su antiguo jefe, con el eterno carpesano de los registros de salidas y desea saludarlo. Cuando por la noche, cansada pero feliz de estar entre las sábanas, repase los acontecimientos del día no sabrá explicarse por qué ha hecho tantas cosas inusuales.

- ¡Andrés! –se oye llamar. El aludido se gira y una sonrisa franca recibe a Rosa.
- ¡Benditos los ojos! Ha salido el sol y aquí está el primer rayo de luz.

Ella sonríe. Estuvo muy a gusto trabajando con este hombre que la ayudó de forma paternal a entender las triquiñuelas de la empresa cuando, con dieciocho años recién cumplidos, se estrenó en el mundo laboral. Ella se sentía morir de preocupación por si sabría dar la talla. La autoestima no era su fuerte. Le había costado pasar de los cuarenta, dos relaciones y bastantes sesiones de psicología convencerse de que no podría querer nunca bien a nadie si no empezaba por ella misma.

Charla un rato con el hombre y le confiesa que, aunque dejó hace mucho tiempo de ser guía turística, ha seguido observando los autocares que circulan por la ciudad. Los conoce todos, o poco falta, porque la deformación profesional la hace fijarse en ellos, en los conductores, en los nombres rotulados en las carrocerías. Hay más de veinte pequeñas empresas, casi todas familiares, y no es complicado saber cómo evolucionan, las nuevas alianzas e incluso los nuevos hijos que se incorporan al negocio, simplemente mirando los nombres que adornan los quitasoles o las puertas de los vehículos. El hombre, afable, la pone al día de las noticias del sector y la intenta convencer de que vuelva recordándole cómo se divertía en los viajes. Ella no le contesta. Fue feliz aquellos seis años, ciertamente, pero el recuerdo se ensombrece porque lo enlaza con el de su marcha de la empresa que coincidió con el nacimiento de su hijo y con el principio del fin de su primer matrimonio.

Su marido era un comercial de las agencias de viajes que contactaban con Autocares Miramar, encantador y bello como un Adonis que la sedujo con el primer “hola”. Estaba costumbrado a ser el centro adorado de atención pero a la vez era tan inmaduro que no pudo superar los celos del hijo por la atención que su mujer le dedicaba, ni el segundo plano al que pasó, no sólo en su propia casa, sino en el resto del entorno familiar. Poco a poco le afloraron los defectos de personalidad ocultos tras la cortina de seductor que usaba para triunfar y quien primero pagó las consecuencias fue Rosa, que de repente se vio agobiada por la falta de libertad, por las angustias de la maternidad, por la desesperación de ver que el día no tenía horas suficientes para todo, que no había forma de tener la casa limpia, que su cuerpo, cansado, había perdido la figura y estaba envuelto en un perpetuo olor a leche. Y además él, que dejó de ser el encanto que ella creía para convertirse en un niño grande, exigente, mimado, acosado por celos enfermizos que acabó maltratándola emocionalmente hasta convertirla, en apenas dos años, en una sombra de sí misma. Necesitó Dios y ayuda para salir de ese infierno. También a su hermana que en cuanto vio el percal la sacó casi a la fuerza de casa y la sostuvo durante los seis meses que tardó en divorciarse, rehacerse, encontrar otro trabajo y alquilar un pisito para ella y Quico. Él la dejó pronto en paz. Del todo. No habían vuelto a verse, no sabían nada el uno del otro y del hijo sólo se ocupó ella. Lo crió con la ayuda impagable de sus padres y de su hermana haciéndole creer que papá había muerto y que por eso él no tenía, como los otros niños del colegio. El hijo no lo echó de menos nunca y si retuvo en la memoria alguna imagen del padre, ésta acabó sepultada por nuevas informaciones y por el nulo interés de la madre en avivársela.

Vuelve a prestar atención a Andrés que le explica que ahora se dedica también al transporte escolar, aunque hay mucha competencia y no sabe si lo dejará, etcétera, etcétera. Rosa sonríe viendo que el hombre no ha perdido un ápice la capacidad de hablar sin parar. Los minutos pasan rápidamente y ha de despedirse. Al final llegará a su oficina a la hora de siempre si no se pone en movimiento ya.

Prescinde de coger otro autobús porque le apetece andar, otra cosa inusual que está haciendo. Será un corto paseo de diez minutos por calles poco atractivas y casi desiertas, pero descubre que hay multitud de cosas interesantes: un bonito jardín con flores que decora una rotonda, el espectacular edificio que construye Cirsa cerca de Parc Vallés o los curiosos nombres de algunas empresas de la zona.

En ese momento ve venir un autocar. No lo reconoce y la intriga. El vehículo es pequeño, como los de transporte escolar, pero no lleva el típico distintivo. Es blanco y azul eléctrico con una franja celeste ondulada que recorre los bajos y no lleva ningún nombre de empresa rotulado. La curiosidad le mantiene la vista fija y se queda sin cruzar, a pesar de que hubiera tenido tiempo para hacerlo, para ver más de cerca el autocar. El conductor aminora al llegar junto a ella, parada frente a un paso de cebra. Rosa no cruza preocupada por recorrer el coche entero en busca de pistas. Acaba en el parabrisas, donde tampoco aparecen nombres, ni etiquetas, ni nada. El reflejo de la luz sobre el cristal no la deja ver bien al conductor. Un poco exasperada, comprende que la está dejando pasar y se apresura por la calzada sin dejar de otear el interior del coche. En el último instante, antes de girar la cabeza y dirigirse sin más a su trabajo, el ángulo de mira le permite ver la cara del hombre a través de la ventanilla. Sus miradas se cruzan sin ser acompañadas por ningún otro gesto .

Rosa olvida el misterio del autocar así que entra en su empresa. El resto del día lo pasa en medio de la rutina habitual, más o menos aburrida. Le gusta su trabajo la mayor parte de los días, pero hoy está deseando acabar y tampoco sabe por qué. Al mediodía va a comer a un restaurante de Parc Vallés. Conoce a todo el mundo en ese lugar y se siente cómoda. Optó por no ir a casa porque sñolo disponía de una hora y media y pasaba una en el camino de ida y vuelta. No la compensaba, la verdad. Además, ese rato de soledad con ella misma lo aprecia muchísimo. La comida la despacha pronto y después le queda cerca de una hora de libertad en la que a veces pasea, a veces se queda charlando con algún parroquiano del restaurante, tan solitario como ella y las más de las veces se acurruca en la silla del rincón de su mesa y devora libro tras libro. Lee mucho, de forma algo desordenada, libros que compra, que le regalan o que saca de la biblioteca. En su bolso naranja y negro siempre lleva el de turno. Para ella son como un refugio al que acudir. Si la historia le gusta, se descubre a menudo recreándola, paladeando anticipadamente el placer que sentirá cuando vuelva a enfrascarse en la lectura. Hoy, no obstante, ni el libro la acaba de atrapar. Vuelve a su lugar de trabajo antes de la hora habitual y consigue con algo de esfuerzo sumergirse en el fragor de la facturación de final de mes.

Esa noche, en casa, cenando con sus padres y con Quico, les explica que todo el día se ha sentido algo rara y ha hecho cosas raras, pero que está extrañamente contenta. Su hijo le diagnostica una menopausia inminente y le sugiere que se eche un novio para que se le pasen las tonterías. Todos ríen la broma.

En la cama, un minuto antes de dormirse, se confiesa que no estaría mal tener un novio. Lleva dos años sin salir con nadie. Está completamente segura de que no volverá a vivir en pareja, pero un novio es otra cosa, es diversión, es compañía, es alguien con quien ir al cine, o al teatro, o a pasear por Barcelona, hablando de nada y de todo, con quien ir de vacaciones, con quien acostarse. Sí, no estaría nada mal.

Cuando despierta a la mañana siguiente, a la misma hora que la anterior, se siente fresca y enérgica. Cumple distraída con el protocolo de la ducha, el café y los preparativos previos a su marcha de la casa. En el último instante mete en el bolso el libro que está leyendo, Mentira, de Enrique de Heritz. Le dedica un pensamiento fugaz: a pesar de que le encanta y la tiene muy atrapada, ha deseado por un instante que no fuese tan voluminoso; a veces arrastrar el bolso es un martirio.

Otra vez se descubre apresurándose para coger el autobús de las siete y cinco y como ayer, se baja de un salto en la parada Colón. El conductor la despide sin quedarse atónito, puesto que por su cuenta ha decidido que si la mujer se baja unas paradas antes es porque querrá adelgazar caminando. Rosa, ajena al escrutinio visual al que la somete el conductor, va hacia Autocares Miramar. Quiere que Andrés la informe del pequeño autocar que vio ayer porque nada más despertarse ha pensado en resolver el misterio de la identidad del vehículo desconocido. Pero no tiene suerte, no ve al hombre y aunque lo espera unos minutos mientras fuma un cigarro, no aparece. Algo decepcionada, decide marcharse y echa a andar repitiendo los mismos pasos del día anterior.

Cuando oye el motor detrás de ella, siente un ligero vuelco en el estómago y se gira. El autocar blanco y azul se acerca. Y ella lo espera en el mismo sitio, lo revisa con igual intensidad, con idéntica exasperación cruza el mismo paso de cebra y con la misma determinación sigue mirando a través del parabrisas hasta que la luz y los angulos de visión se alían para permitirle ver al hombre, al que le busca, ávida, la mirada. Él también la mira, a los ojos. Ningún otro gesto les anima la expresión. Sólo la mirada de él, más larga. Sólo el giro de Rosa hacia al frente, más lento.

Mientras continúa su camino hacia la empresa, pone toda su atención en los sonidos; le parece que el hombre se demora más de lo necesario en arrancar. Cuando lo hace ella se deja acompañar por el leve rugido del motor. Se le antoja la versión algo extraña de un saludo. El recuerdo de la mirada masculina la asaltará varias veces a lo largo del día, las mismas que ella lo apartará de la mente sin querer analizar esos asaltos.

El nuevo día la recibe con más energía, si cabe, que el precedente. Se descubre pensando en el autocar desde el mismo instante en que abre los ojos. No sabe qué le pasa, sólo sabe que, sin apenas darse cuenta, se ha levantado, arreglado y desplazado hasta la parada Colón y se ve de nuevo frente a Autocares Miramar, con la pretensión de encontrar al antiguo jefe y someterlo a un interrogatorio que le resuelva las incógnitas sobre el autocar desconocido. Tampoco hoy tiene suerte. Lo espera un rato. Se atreve, incluso, a entrar en el vestíbulo de la nave, pero ni ve ni oye a nadie. La prudencia le aconseja no insistir. Mira el reloj y da un respingo. El tiempo se le ha ido más deprisa de lo previsto y por nada de mundo quiere perderse un posible tercer encuentro.

Ve el autocar por delante de ella a punto de girar hacia la calle donde se han cruzado los dos días anteriores. Aprieta el paso y gira también. En ese momento se da cuenta de que él la estará viendo correr por el retrovisor. Esa certeza tiene el poder de devolverle cierta cordura y le hace adoptar un caminar más normal con el que avanza hacia el paso de cebra, perdida ya la esperanza de poder escudriñar a través del parabrisas para encontrar la mirada del conductor. No obstante, enseguida observa que el vehículo se mueve muy despacio hasta detenerse. Le cuesta un poco comprender lo que realmente sucede: la está esperando, igual que ayer, igual que anteayer, para cederle el paso. Esta vez sin exasperación, con las mejillas coloreadas más por el rubor que por el esfuerzo de la carrera, Rosa cruza lentamente ante el autocar, esperando el momento en que los reflejos de luz sobre el cristal se disipen y se revele la silueta, la cara y finalmente la mirada del hombre. En los ojos de ella brilla la alegría de adolescente que ha sentido al comprender que él la esperaba. En los de él baila una sonrisa tan franca como la de su boca. Ella espera que él arranque para volver la cara y continuar su camino, dejándose envolver por el ronroneo suave del motor que, más claramente que ayer, percibe como el saludo de buenos días que no han llegado a pronunciar.

Unos minutos después ha de pararse. Deja que el silencio de la mañana y la soledad de esa calle la ayuden a calmarse y entonces sí, se atreve a preguntarse qué le está pasando. Tiene el corazón acelerado, las mejillas ardiendo y la respiración agitada. Si en lugar de cuarenta y dos años tuviera quince o dieciséis pensaría que se ha enamorado, que Cupido ha hecho blanco en ella, pero no puede dar por buena esa posibilidad. El asunto es de una estupidez mayúscula. ¡Por unas miradas! No, por favor, ella es una mujer hecha y derecha, con una historia difícil y un currículum complicado en cuestión de hombres, tanto que por su salud mental ha decidido no volver a vivir con ninguno en pareja. Lleva dos años muy tranquila y así quiere seguir. Pero se le ha encencido una luz roja dentro de su mente; se conoce ya lo suficiente para saber que debe dejarla hablar. Poco a poco se va serenando y tras unas respiraciones profundas es capaz de oír lo que le dice: que está aburrida, de pura tranquilidad, está aburrida; que quizá se esté equivocando y la vida haya que vivirla intensamente, que por el miedo a volver a sufrir ha decidido desterrarse a una soledad forzada, alejada de sentimientos peligrosos y que en el fondo echa de menos, no a sus parejas, sino a estar enamorada de alguien, el placer de una simple llamada de teléfono, la emoción de una caricia robada, la angustia placentera de deshojar la margarita a cada minuto. Quiere sentir la emoción de las citas, volver a tener ganas de arreglarse, de seducir, de inciar proyectos. Echa de menos la energía, el empuje, el entusiasmo, las alas que da vivir ilusionado. Quiere disfrutar cada segundo de cada día, vivir intensamente y, sobre todo, sobre todo, quiere sentirse flotar en una cálida y acogedora nube de felicidad. Entonces ¿qué? ¿Será que nada pasa por casualidad y que si estos encuentros la trastocan tanto debe ser por algo? ¿Será que hay que dejarse llevar, coger las cosas como vengan? Finalmente acepta sumergirse en esta pequeña aventura. Le apetece divertirse un poco. Decide vivir la magia que le ofrezcan estos inocentes encuentros sin comprometerse a nada ni ponerles un objetivo. Intuye que difícilmente conducirán a nada serio y, además, se repite que no quiere buscarse una pareja. Sólo eso, divertirse un poco.

A partir de ese momento Rosa mide el paso del tiempo por las veces en que ve al anónimo conductor. Durante días y días han repetido la rutina de los encuentros en el paso de cebra. El ritual, sin palabras, implica acuerdos tácitos por parte de los dos, como si fuera un juego. El que primero llega espera al otro, las miradas se han acompañado de sonrisas, de gestos imperceptibles de las caras, de saludos con la mano. Han tenido como cómplice la calle desierta alejada de las avenidas donde el tráfico no da tregua y la zona industrial, que no invita al paseo de ningún peatón.

Rosa ha sentido eternos los fines de semana sin verlo. Ha recuperado los deseos de arreglarse, el gusto por elegir la ropa. Un pintalabios y algún que otro adminículo de belleza han encontrado un hueco en su bolso, junto al libro, las llaves, el monedero y el larguísimo etcétera que componen su equipaje diario.

El idilio de miradas, encuentros fugaces, sonrisas y gestos dura ya dos meses. En ese tiempo Rosa ha encontrado lo que buscaba y la situación le parece básicamente aceptable y suficiente. No desea arriesgarse provocando algo más. De vez en cuando siente una punzada de desasosiego cuando comprende que no puede durar eternamente y que, como cualquier relación, llegará a la fase de aburrimiento y sin duda a la de muerte por inanición. En esos momentos se dice que cuando eso suceda, ya se preocupará. En todo caso optará por la actitud de “a otra cosa, mariposa” , frase muy oportuna que su madre repite contínuamente.

Pero no es la única protagonista de esta película. Rosa se percata de ese detalle, en absoluto nimio, cuando observa los gestos del todavía anónimo conductor. Las dos últimas mañanas, además del saludo, la sonrisa y el guiño habitual le ha hecho un gesto clarísimo incitándola a llamarlo por teléfono. La primera vez no le hizo caso, ayer tampoco. Hoy le mira riendo y con mímica inconfundible le hace entender que no sabe a qué número. El autocar sigue sin lucir ninguna información en la carrocería. El hombre ríe sin ruido dentro del vehículo y la despide como todos los días, envolviéndola con su mirada dulce y el ronroneo, levísimo, del motor.

Rosa sabe que está llegando a un punto crítico. Él le está pidiendo claramente que den un paso más allá, que lo dé ella, ciertamente. No sabe si sentirse halagada por la deferencia al dejarla elegir o molesta por la falta de iniciativa de él. Podría ser más agresivo, por ejemplo bajando la ventanilla y hablándole. Se siente algo incómoda porque sabe que ha sido la iniciadora del juego y él se ha limitado a respetar las reglas no escritas marcadas por ella misma. Quizá el gesto de él de pedirle que lo llame sea suficiente iniciativa. Está hecha un lío sin saber qué hacer. Hasta ahora ha sido divertido pero también muy infantil, para qué engañarse.

No le ha explicado a nadie excepto a su hijo, esta aventura matutina. El chico no se rió como ella esperaba sino que le lanzó un discurso algo incoherente sobre la madurez, la responsabilidad, la necesidad de aclararse y más cosas, del que ella apenas entendió nada excepto que él consideraba que era mejor tirarse a la piscina, frase que pronunció la última, acompañada de un gruñido de buenas noches con el que concluyó la conversación, dejándola sin opción de réplica. No se acaba de decidir. Le da miedo tirarse a la piscina como dice Quico y perder, posiblemente, la magia de los encuentros anónimos e intrascendentes. ¿Y si al hacerlo descubre que el hombre no vale la pena? ¿y si sale mal? ¿y si está casado? ¿y si es un obtuso?. La retahíla de preguntas, las dudas y la indecisión le consumen la energía. El día se le desliza entre los dedos en una perpetua distracción que culmina con una noche de insomnio.

La manaña siguiente, fiel a pesar de todo a su emocionante cita, observa maravillada un cambio: el autocar lleva rotulado, con letras muy visibles, el nombre de una empresa y un teléfono móvil. El asombro no la deja corresponder la sonrisa de él. Se limita a mirarle, seria, mientras él, como cada día, se aleja lentamente. En la memoria de Rosa se ha grabado indeleble el número. También la expresión del hombre, gritándole sin palabras, que ya no tiene excusa.

Tras otro día dispersa y otra noche de sueño escaso decide que no hará nada. No cogerá el cabo lanzado por el conductor. Lo dejará estar y si él se enfada o se cansa y ella lo comprende así, evitará pasar por esa calle y “a otra cosa, mariposa”.

Durante varios días acude al encuentro, cumple el mismo ritual, le dedica los mismos saludos, quizá ligeramente más elocuentes y se niega tozudamente la evidencia: él cumple igual pero en su cara se dibuja con claridad meridiana una expresión interrogadora que va mutando en decepción y que, finalmente, ocho días después, ella interpreta perfectamente, porque él, hoy, no le ha sonreído. Le preguntaba sin voz que qué esperaba para llamar y como veía que ella no movía ficha, él tiraba la toalla. A pesar de que se dijo que cuando llegase ese momento, ella se apartaría dignamente, no esperaba esta congoja que le está subiendo por el pecho ni la sensación de pérdida que la invade. Se va lentamente a su trabajo. El autocar se ha alejado con un rugido del motor. En ese instante una nueva decepción se suma: es viernes.

Tras un fin de semana en el que ha hecho poco más que vegetar en el sofá mirando la tele, Rosa encara el lunes decidida a superar esta fase de su vida. Piensa que cogerá el autobús hasta la parada final, a escasos metros de su empresa, que trabajará duramente y que hará lo que siempre hacía. En cambio al llegar a Colón se vuelve a bajar de un salto y deja que sus pasos la lleven a su, no sabe si todavía, cita. El corazón le da un vuelco cuando al girar la calle ve el autocar estacionado junto al paso de cebra, con los intermitentes de parada encendidos. Siente palpitaciones en el pecho y que las piernas se le han vuelto de agua. La alegría de adolescente de todas estas mañanas vuelve a instalarse en su cuerpo y poco a poco se acerca, expectante. Cuando llega junto a la ventana del conductor se detiene. En el último instante, alargando el juego, decide que si él tiene una voz bonita se dejará llevar y que sea lo que Dios quiera. El cristal se desliza hacia abajo con una lentitud que la enerva. El débil sonido que lo acompaña le parece un susurro invitador que le franquea la entrada a un nuevo y emocionante capítulo de novela.

Del interior del vehículo lo primero que percibe es un aroma cálido, mezcla de tapicería nueva, ambientador y quizá colonia masculina. Le gusta. Lo segundo es el rostro de ese hombre, hasta ahora sólo adivinado a través del velo de las ventanas. También le gusta. Él la mira con intensidad a los ojos, buscándole igualmente la información hasta ahora sólo intuída. Tras una espera que a ella se le antoja eterna él le regala su sonrisa, tan familiar:

- Hola. Me llamo Manuel.

Rosa cierra los ojos y se abandona. Es la voz más bonita que ha oído nunca.

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